A raíz de la pregunta de si hubo o no esclavitud en la colonia de Santo Domingo (la única respuesta correcta es que sí hubo), me surge una ansiedad sobre la conexion entre nuestro pasado, nuestro presente y sus posibilidades a futuro. La cuestión no escapa a lo que he aprendido de mis profesores a lo largo de mi carrera académica: toda narrativa histórica es una posición política. Esto quiere decir, que negar que un acontecimiento haya sucedido o no, es un gesto premeditado, ya sea por nosotros mismos o por alguien que vino antes que nosotros y tomó las medidas necesarias para que dejemos de recordar lo que fue. Y es tan real como la piel que nos envuelve la estatura.
Recuerdo como dominicana el olvido como una llaga. Lo recuerdo porque lo recuerdan mis abuelos, y sus abuelos, y el abuelo de mi abuela que según la genealogía nadie tuvo que contarle que habían esclavos en nuestro pedazo de isla. Recuerdo la llaga cada vez que me enfrento al archivo a sopesar documentos que de tan viejos casi se me despedazan. La recuerdo sobre todo cuando pienso en el génesis de comunidades como Los Minas y Villa Mella, que de tan tercas al olvido todo el mundo las asume extranjeras.
Y me duele. Me duele porque también pienso en cómo el olvido ha sido una táctica de supervivencia. Mi trabajo como historiadora entonces lo hago desde esa contradicción. Lo dedico a mi gente, siempre, y sobre todo a los que aprendieron a guardar el negro detrás de la oreja porque decirse negro era no llamarse libre, y ser el último en que se piensa… siempre. Recordemos porque en recordar encontramos las bases para una responsabilidad con nosotros mismos, nuestros compatriotas, y con los que vienen después de nosotros y las posibilidades de todo lo que pueden ser porque siempre han sido. Después de todo, ¿acaso hay algo más poderoso que saberse liberado por fuerza propia de un yugo deshumanizante y aniquilador? Eso lo dudo.
Es un placer escribirle, es un honor que me lea. Nos leemos pronto.